Imaginemos un bebé de unos 10 meses de edad gateando por el suelo de su casa. Es lo normal a esa edad. El pequeño está fascinado con todo lo que le rodea. Todo es nuevo. Todo es sorprendente. Pero, para él, lo más importante es que muchas cosas están a su alcance y las puede tocar y conocer por sí mismo, aunque algunas veces caiga rodando por el suelo porque no sabe coordinar y calcular sus movimientos. Este bebé no es muy diferente a una persona adulta si lo vemos como una metáfora. El adulto, cuando se hace mayor, avanza como puede en medio de la vida. Busca y quiere conocer. A veces se cae en el intento. Y vuelve de nuevo a gatear en busca de nuevos horizontes y posibilidades.
Volvamos al bebé. Este pequeño explorador se encuentra a veces con sorpresas. Un objeto nuevo que llama su atención por ser desconocido para él y que, por la ley de la curiosidad, se siente atraído hacia él para tocarlo con sus propias manos.
En situaciones como ésta, el bebé experimenta una gran frustración. Cuando acerca sus deditos al enchufe, con la idea de introducirlos en los agujeros, oye un grito de alarma de su padre/madre y a continuación siente su brazo agarrándolo con fuerza y alejándolo de allí. A continuación, escucha unas palabras nada agradables de su progenitor advirtiéndole que no se acerque a éso, que no lo toque, porque hace daño. A partir de ése momento el bebé sentirá una inquietud por conocer personalmente y tocar con sus propias manos aquello que había visto, pero ahora ya sabe también que aquello es peligroso.
Dios, nuestro Padre, es así con nosotros. Cuando nos advierte del pecado, no se ha inventado un catálogo de cosas prohibidas para restringirnos nuestra libertad. Dios no hace mas que recordarnos las cosas que objetivamente nos hacen mal. El enchufe no es un capricho del padre/madre que se tiene reservado para él y del que priva a su bebé, restándole su libertad. Es que él sabe que si su bebé introduce los dedos en él se electrocuta y se muere. Y no está dispuesto a que éso pase. Y hará lo imposible por evitar que su hijo se acerque al enchufe. Porque quiere a su hijo. El enchufe no electrocuta porque se le haya ocurrido al padre/madre, sino porque lleva corriente eléctrica y el cuerpo humano es un conductor de la electricidad porque está formado mayoritariamente por agua. Y el padre lo sabe. Dios también.
Dios no se ha inventado un catálogo de pecados que resten parcelas de libertad a sus hijos porque se siente celoso de ellos. El mal existe antes de que Dios se lo haya advertido al hombre. Dios no se lo ha inventado. Él sólo hace que recordárselo a sus hijos para evitar que mueran lentamente por su acción. Y la Iglesia, la Madre, nos ayuda en esta misión. Enemistarse con un hermano es un mal en sí mismo porque nos hace aborrecer a nuestra propia carne, no porque se lo haya inventado Dios. Agredir a una persona es un mal porque causa un daño moral y físico al prójimo, que es nuestro hermano, y a nosotros mismos, no porque se lo haya inventado Dios. Robarle también es un mal porque le provocamos un daño, y también a nosotros. Adulterar con una mujer/hombre es un mal en sí mismo porque rompe la unidad de la carne consagrada en el matrimonio y causa un daño moral muy difícil de reparar en el cónyuge, en el/la amante y en nosotros mismos. Etc, etc, etc
Si el bebé finalmente desobedece a su padre/madre y consigue meter los dedos en el enchufe, probablemente morirá electrocutado. Le habrá matado la electricidad, no su padre/madre que le advirtieron de las consecuencias de tocarlo. Cuando Dios nos advierte del peligro del pecado es que sabe que moriremos en él. A diferencia del bebé, lo haremos lentamente, poco a poco, sin darnos cuenta, desobedeciendo cada vez más a nuestro padre/madre y exponiéndonos cada vez a más peligros que desconocemos. Por tanto, el padre que aparta a su bebé del enchufe no es un juez que condena a su hijo a no tocarlo. Es un padre que lucha por la vida de su hijo. Dios no condena a nadie porque Él es Amor. Y no puede condenar a sus hijos porque son sus hijos. El hombre se condena al pecado y a la muerte por sí mismo. El pecado engendra en sí mismo la muerte, como una semilla que irremediablemente va germinando dentro de nosotros. El pecado es el que nos condena, no Dios. El enchufe es el que electrocuta al bebé, no su padre.