El hombre se rompe y se abre a Dios cuando descubre que Él quiere darle un amor enormemente más grande de lo que esperaba. El amor de Dios, literalmente, le desborda, le supera, le conmueve, le rompe por dentro y rompe todos sus cerrojos: le abre a la eternidad.
Al hombre tocado por el amor de Dios se le abre el entendimiento a una nueva dimensión: sale al encuentro de la eternidad. Rompe los cerrojos de un existir ilusorio cotidiano secuestrado por los pensamientos y lo devuelve a la realidad: sale a la eternidad. El mundo que le rodea es el mismo, pero ahora está bañado de una nueva luz, un nuevo barniz: la eternidad. El otro es eternidad. La luz, los árboles, son eternidad. Dios está aquí. Nos rodea. Siempre estuvo aquí. Nunca se fue. Nunca nos abandonó. Y su amor hacia nosotros nos desborda. Nos rebosa un amor inabarcable, inimaginable, que sigue y sigue inundándonos. Es el amor eterno de Dios. Es el amor infinito a un ser pequeño, que le inunda y le desborda completamente. El hombre se deshace: nunca imaginó un amor tan grande. No creía que Dios pudiera amar tanto a su criatura, a su hijo. Que fuera merecedor de un amor tan descomunal. Pero sí, él descubre que el amor de Dios es así: una fuente de amor descomunal sobre un vaso pequeño y sucio.
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