EL CIELO NOS HABLA EN MEDJUGORJE
"Yo he venido a llamar al mundo a la conversión por última vez" ( 2/05/1982)
"Queridos hijos: orad conmigo para que todos vosotros tengáis una vida nueva. En vuestros corazones, hijos míos, sabéis lo que hay que cambiar: regresad a Dios y a sus mandamientos para que el Espíritu Santo pueda cambiar vuestras vidas y la faz de esta tierra, que necesita de una renovación en el Espíritu" Mensaje del 25 de mayo de 2020.

La conversión: la cloración del manantial


     A menudo la vida de un cristiano es como esta fuente: trata de aportar agua sana y limpia (amor) en cada una de las facetas de su vida (familia, amigos, trabajo, estudios...), como cada uno de los caños de esta fuente, pero  no puede hacerlo con todas a la vez. Cuando está vertiendo cloro y purificando el agua de un caño, por los otros vuelve a salir el agua impura e insana. Y es que la raíz del agua impura se encuentra arriba, en el manantial, en el corazón, donde reside el pecado (Y decía: "Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre" Mc 7, 20-23)

   El cristiano focaliza sus esfuerzos de conversión en varias parcelas de su vida, pero siempre desatiende otras, porque su mente y su corazón no pueden atender a toda su vida de forma integral. Y es que ha buscado una solución humana a su conversión. Su camino hacia la conversión ha de ser otro, mucho más ambicioso y efectivo: aspirar a que sea Dios quien lleve ese proceso y lo haga aguas arriba, en el manantial (lo profundo del corazón), donde es posible garantizar que el agua que llegue a la fuente salga completamente limpia por todos los caños.

    
    Jesucristo resucitado es el único capaz de poner la dosis de cloro necesario en lo profundo de este manantial para que de él brote el amor y llegue finalmente sus destinatarios, los que nos rodean, para que podamos darles el agua limpia, el agua que salta a la vida eterna, que es el agua del amor que Cristo nos ha dado. Por tanto, deberemos centrar nuestros esfuerzos por purificar lo más profundo de nuestro corazón, ofreciendo a Cristo todas nuestras heridas del pasado para que Él las pueda curar. Así, de un corazón renovado podrá nacer el hombre nuevo que se siente amado por Jesucristo y a partir de entonces ya puede amar, ya puede salir de él el amor que los otros buscan y necesitan.


"Purifica, pues, tu corazón, en cuanto te sea posible; sea ésta tu tarea y tu trabajo. Ruégale, suplícale y humíllate para que limpie Él su morada" SAN AGUSTIN. Sermón 261, 6

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